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El Espíritu Franciscano del Maestro

Actualizado: 23 ago 2018

Realizado por:

Juan Campos

Son casi las dos y treinta de la tarde, aunque hace sol, el frío se apodera de las tiendas, supermercados y casas alrededor de la plaza principal.


Es una de esas esquinas emblemáticas: es un portón verde sobresaliente con un gran marco, se distingue un poco de los demás. El olor de la madera recién cortada nos invita a pasar, y se ve al fondo de su taller, algo desgarbado, despeinado y un tanto pensativo. Pasamos por entre maderas cortadas, aserrín y figuras a medio hacer. Cuando nos recibe, su cara cambia y deja ver una sonrisa un poco tímida, su tono de voz apaciguada nos da una antesala a su escondido tesoro, grande en conocimiento y sabiduría.


Éste es un pueblo colonial, ha tenido varios nombres entre los cuales se destaca el origen nativo: Tierra de Sanoa, tierra de balones o sencillamente Villa de Monguí.


El maestro artista, como todos lo conocen, se acomoda entre sus herramientas. Mira al piso, se acuerda y rebobina su memoria, como si fuera una cápsula de tiempo, nos traslada al año 1212, es puro invierno en Italia.



Cuenta él que San Francisco de Asís había convocado a los miembros religiosos y a la comunidad para celebrar la navidad, en una representación teatral simulando un pesebre dentro de unas cavernas.


Óscar se emociona y dibuja con sus manos la caverna en medio de unas grandes rocas.


A media noche, San Francisco sale al encuentro de más invitados. Cuando sorpresivamente ve un niño muy pequeño al que arropa y pone en su pecho, para conducirlo al recinto más cálido. Cuando de repente, una luz envolvente los acapara y lentamente levitan, dejando a los asistentes cercanos inmóviles.


Se escucha maullar un gato, mientras el maestro carpintero relata con calma…


Este hecho de permanecer inmóvil bajo la nieve en estado de transe espiritual, hizo que la coronilla de los franciscanos se caracterizara por la ausencia de pelo. El buey, la mula, las ovejas, tienen un respectivo simbolismo de cualidades en el pesebre; enfatiza el maestro Óscar. Levantando sus cejas con sapiencia recuerda: doscientos treinta o doscientos cincuenta años han permanecido estas escenas en el templo católico de Monguí, y que debido a la gran multitud que acudía, el ingeniero español Martín Polo Caballero fue designado para ampliar a tres naves un crucero y a ladrillos el santuario.


El maestro Óscar Merchán es ampliamente respetado en el pueblo, a él le designan el arte decorativo barroco angelical y de sincretismo.


Monguí siempre ha tenido vocación turística, recalca él: “desde los muiscas, porque tenían que pasar al Casanare, como es para los católicos de Europa ir a Roma o a Santiago de Compostela”.


Afuera del taller se ven pasar unos niños que a puntapiés evitan que el balón de fútbol descienda calle abajo a la curva. En esta esquina continua del taller está un sol rodeado por unos sapos que lo miran petrificados. Un hombre, una mujer y un pequeño niño abrazados, vestidos con atuendos blancos fijan su mirada al horizonte, al fondo se ven bohíos o titúas circulares que describen un paisaje verde azul y sincroniza mágicamente el fondo oriental de este pequeño municipio.


Es una pintura que exalta el origen de este lugar, como también el casi olvidado legado aborigen de toda América, “es el espíritu franciscano entre los monguiseños que está dormido” dice el maestro y da respuesta a la pregunta, “las artes como la música, la talla en madera y piedra y la pintura, son oficios enseñados por ellos”, reafirma Óscar con su cabeza. “¡Acá no hay, ni han existido las clases sociales!; el compartir, el dar cosas, a ser colaborativos, la acción comunal nació acá, no podrá haber plata, pero el espíritu social permanece”.


El maestro nos acompaña lentamente al portón, estrecha su mano, sus marcas faciales lo aproximan a medio siglo de vida, un pantalón y camisa blanca con aserrín contrasta con un suéter azul celeste que le da un estilo formal. Se va en silencio hacia el interior de su cueva, a contar con sus manos más historias.

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